martes, 2 de junio de 2015

Constantino el Grande

Filosofía, religión y poder

En el clima de libertad concedido a la Iglesia por las autoridades civiles del Imperio Romano se aceleró la construcción del gran edificio doctrinal cristiano con materiales procedentes de la revelación y analizados a la luz de la filosofía.
A principios del siglo IV, y en el espacio de apenas un decenio, la situación del cristianismo en el Imperio Romano experimentó un cambio radical. Todavía en el año 304, el cuarto edicto de Diocleciano obligaba a todos los cristianos sin excepción (no sólo, como hasta entonces, al clero y a los funcionarios y los soldados) a ofrecer sacrificios a los dioses bajo pena de muerte. Fue la gran persecución universal. La renuncia del emperador, en el año 305, supuso el cese o al menos el relajamiento de la aplicación de las medidas en los territorios occidentales. En el año 311 se promulgaba el "edicto de tolerancia", confirmado, para todo el imperio, por Constantino el Grande en virtud del llamado "edicto de Milán". Se han aducido varias causas para explicar tan trascendental decisión: una visión divina, un sueño o la promesa de ayuda del Dios cristiano en la batalla de Puente Milvio (312), donde Constantino alcanzó un triunfo decisivo sobre Majencio. En cualquier caso, el emperador comprendía que no podía gobernar y mantener unido el Imperio con la oposición de los cristianos. Sin embargo, no fue ésta la única razón de su cambio de actitud. En efecto, a partir de entonces no trató al cristianismo como una religión más, sino que le concedió, de forma cada vez más acentuada, un trato de favor que la convertía prácticamente en la religión oficial del Imperio. Se prohibió a los funcionarios públicos ofrecer sacrificios a los dioses y se destruyeron algunos templos paganos. La situación había experimentado un cambio radical.

El florecimiento de la teología filosófica

El nuevo clima de tolerancia y favor de que gozaba el cristianismo impulsó el ritmo de las conversiones. Urgía establecer fórmulas claras y sencillas que hicieran conceptualmente accesible el contenido de su nueva religión a aquellas grandes masas, de muy diferentes niveles culturales y muy poco o nada familiarizadas con la mentalidad y las expresiones semitas de las primeras generaciones cristianas.
Esta tarea de esclarecimiento conceptual contaba con insignes antecedentes. Ya en el siglo II, y sobre todo en el III, hubo pensadores cristianos que fundaron, por iniciativa propia, es decir, no comisionados ni respaldados por la autoridad religiosa oficial, academias particulares en las que enseñaban, a quienes quisieran acudir a ellas, la "nueva filosofía". Destacan en este sentido las escuelas cristianas de Alejandría y Antioquía, los dos grandes centros del saber de aquella época, y campo, por tanto, bien abonado para la especulación. Estuvo al frente de la primera Clemente de Alejandría y, a continuación, y desde los 18 años de edad, Orígenes (185-254). Dotado de una inteligencia excepcional, Orígenes, uno de los pensadores más originales de toda la historia del pensamiento teológico, asumió la tarea de exponer a sus alumnos los sistemas filosóficos entonces cultivados (fundamentalmente el neoplatonismo), para presentar a continuación el cristianismo como la culminación de todos ellos. Orígenes desarrolló una prodigiosa actividad literaria y ejerció una influencia determinante en los Padres y doctores de la Iglesia, y a través de ellos, en toda la teología cristiana. Para desgracia suya y de la ciencia, fueron numerosas las copias de sus escritos hechas por herejes que intentaban así deslizar -bajo la autoridad del gran maestro- sus propias ideas, por lo que el pensamiento origenista fue perdiendo crédito. La condena de su doctrina en el II concilio de Constantinopla, celebrado en el año 553, supuso la práctica desaparición de todas sus obras.
Frente a la interpretación alegórica de la Escritura practicada por la Escuela de Alejandría, los maestros de Antioquía cultivaban una exégesis más ceñida al sentido literal. En realidad, muchas de las grandes controversias cristológicas y trinitarias libradas en la Iglesia antigua tuvieron su origen en las diferentes orientaciones filosóficas y exegéticas, no exentas de rivalidades personales entre sus dirigentes, de estas dos grandes escuelas cristianas.
Los pensadores cristianos debían mantener un principio irrenunciable de su fe: Jesús es verdadero Dios y verdadero hombre. Debían esforzarse por arrojar sobre este misterio luz racional que facilitara su aceptación y que, además, demostrara que la afirmación de que Jesús es Dios es conciliable con el otro gran enunciado de que hay un solo Dios.

La interpretación gnóstica y neoplatónica del cristianismo

De entre los múltiples credos, cultos y sistemas que pululaban, se enfrentaban o mezclaban para confluir en una especie de sincretismo religioso universal, había dos que parecían particularmente idóneos, en razón de su vocabulario y del contenido de sus enseñanzas, para convertirse en útiles herramientas intelectuales con las que explicar la realidad cristiana: el gnosticismo y el neoplatonismo.
La poderosa corriente de la gnosis (= ciencia, conocimiento) aportaba, en su vertiente cristiana, la idea de que la salvación se obtiene gracias a una serie de enseñanzas ocultas, reveladas a los iniciados por un ser supramundano, que purifican el espíritu, lo liberan de las tinieblas y lo redimen elevándolo a las regiones de la luz. Dios no puede ser el creador directo del universo porque no puede tener ningún contacto con la materia, que es mal y oscuridad. Lo ha creado a través de un demiurgo. Éstas habrían sido justamente las misiones desempeñadas por Jesús. Al principio del cosmos habría sido el demiurgo el plasmador del universo a partir de una materia preexistente. Y en la plenitud de los tiempos se habría convertido, mediante las enseñanzas de Jesús de Nazaret, en el Redentor de los hombres.
La influencia más profunda de la filosofía helenista sobre el cristianismo fue ejercida por el neoplatonismo. De hecho, casi todos los grandes pensadores cristianos de aquellos siglos aceptaron ideas platónicas y recurrieron a sus categorías para explicar la naturaleza de la divinidad, la esencia del Logos (identificado con Cristo) o el proceso de la creación mediante enamaciones divinas. Avanzaban así por la senda intelectual ya practicada desde antiguo por los judíos de la diáspora helenista.

Constitución del dogma cristiano

El persistente deseo de adecuar las verdades de la fe al cambiante lenguaje y a las nuevas preguntas que la mente racional siempre plantea a la fe ha desembocado en renovados esfuerzos por descubrir las fórmulas más adecuadas a cada etapa histórica y a cada ambiente filosófico, cultural y existencial. Por ello, ha sido necesario precisar y matizar los credos anteriores. Puede mencionarse como una de las aportaciones más destacadas al símbolo niceno-constantinopolitano (pero que ya no goza del asentimiento de todas las corrientes cristianas) el credo del concilio de Toledo del año 589, con la explicitación de que el Espíritu Santo procede del Padre "y del Hijo". El llamado credo Quicumque, falsamente atribuido a san Atanasio, parece inspirarse en las obras de san Agustín. En 1564, Pío IV propuso una profesión de fe, a la que el concilio Vaticano I añadió el enunciado sobre la infalibilidad del papa. En 1910, el papa Pío X formuló como profesión de fe exigible especialmente a los profesores de teología el juramento antimodernista. En 1968, en un nuevo intento de búsqueda de fórmulas comprensibles para las generaciones actuales, Pablo VI propuso su personal profesión de fe. Se trata, de hecho, de una tarea nunca acabada. Se registrarán siempre nuevas formulaciones, aunque posiblemente no serán presentadas a los fieles de la misma manera y con las mismas estructuras que las declaraciones dogmáticas del pasado.
En la tarea de exploración de los contenidos de la revelación cristiana con ayuda de la razón filosófica hubo muchos tanteos, aproximaciones, inexactitudes, confusiones e incluso claras desviaciones conceptuales. Los grandes concilios dogmáticos de este período, desde el siglo IV al VII, llevaron a cabo la labor de aclaración, delimitación y fijación de la doctrina.
Concilio de Nicea (325), contra el arrianismo. Arrio, presbítero de Alejandría pero educado en la Escuela de Antioquía, se proponía salvaguardar ante todo el principio de la existencia de un solo Dios. Creía, por tanto, necesario negar la divinidad y la eternidad del Hijo. El concilio condenó estas ideas, declarando que el Hijo es de la misma sustancia (omoousios) que el Padre. No son dos dioses porque ambos comparten la misma y única naturaleza divina.
Concilio I de Constantinopla (381), contra el apolinarismo. Apolinar de Laodicea defendió con tal ardor la divinidad de Cristo, que pasó al extremo contrario y negó que fuera verdadero hombre. El concilio definió que Jesús es Dios verdadero y verdadero hombre. En este concilio se declaró también la divinidad de la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo.
Concilio de Éfeso (431), contra el nestorianismo. El monje antioqueno Nestorio sostenía que Jesús y el Hijo de Dios eran dos personas distintas. La Virgen María habría sido madre tan sólo del hombre Jesús, no de Dios. Los padres conciliares establecieron que en Jesús hay una sola persona, la divina, en dos naturalezas, una divina y otra humana. La Virgen, por haber engrendrado la naturaleza humana de Jesús, es llamada, con justo título, madre de la persona que posee esta naturaleza, esto es, madre de Dios.
Concilio de Calcedonia (451), contra el monofisismo. El monje Eutiques de Constantinopla entendía que en Cristo había dos naturalezas sólo antes de la unión personal (hipostática). Después de la unión, la naturaleza divina habría absorbido a la humana y Jesús tendría una sola naturaleza (monofisis). Los padres conciliares insistieron en la doctrina de las dos naturalezas, una divina y otra humana, en Jesús.
Concilio II de Constantinopla (553), contra los tres grandes maestros ("los tres capítulos") de la Escuela de Antioquía, acusados de defender doctrinas favorables al nestorianismo, y contra el origenismo.
Concilio III de Constantinopla (680-681), contra el monotelismo. Sergio, patriarca de Constantinopla, creía poder deducir lógicamente, de la doctrina de la unión hipostática en Cristo, la existencia de una sola energía y una sola voluntad (monotelismo), divina, en Cristo. El tema provocó grandes y enconadas controversias. El concilio de Constantinopla restableció la paz al confirmar la doctrina ortodoxa de las dos voluntades y dos operaciones en Cristo.
No cabe ocultar, sin embargo, que tan complejas tomas de postura religiosa ocultaban intereses de poder en los imperios. Las tres grandes Iglesias actuales (católica, ortodoxa y protestante) aceptan las enseñanzas de estos seis concilios ecuménicos.

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