lunes, 1 de junio de 2015

David y Salomón, los grandes reyes teocráticos

El pueblo de Abraham refulge esplendoroso cuando, concluida la conquista de la tierra prometida por Dios a los antepasados, inaugura una dinastía que es contemplada por las tribus de Israel como el cumplimiento de la gran alianza establecida antaño, el reino de Dios. Y ello a pesar del cisma que muy pronto dividirá en dos el territorio que David unificó.
Los reyes más célebres son el propio David como cabeza de la dinastía y unificador del territorio desde Samaria hasta Judea, pero sobre todo su hijo Salomón, quien, a través del pacto con la realeza de Tiro y Sidón, expande su influencia, su fama, sus riquezas y su leyenda allende los mares incluso hasta los confines de África. Pero por encima de todo, construye el templo en Jerusalén.
Con la tierra conquistada, el reino enriquecido y el templo establecido como centro cohesionador de la conciencia nacional judía, se consolida el marco religioso, se codifican las leyes y las antiguas tradiciones, se establecen los ritos y su calendario, y se fijan las jerarquías políticas y espirituales.
David es el auténtico fundador del reino de Israel como entidad política. Salomón es la más alta encarnación de la sabiduría humana y el constructor del Templo de Jerusalén.
David alcanzó la realeza en torno al año 1000 a.C., cuando las tribus de Israel se hallaban en una situación desesperada, amenazadas de exterminio.
Tras las brillantes victorias de Josué, había sobrevenido la disgregación política y territorial de las tribus. No existían jefes nacionales ni unidad de acción conjunta. Cada tribu se instaló en un territorio propio y solucionaba sus problemas por sus propios medios. Las alianzas intertribales fueron ocasionales. No faltaron incluso los enfrentamientos, a veces muy sangrientos, entre los diferentes clanes. Los confines tribales eran fluctuantes y con frecuencia se interponían franjas no conquistadas entre las zonas israelitas.
En esta delicada situación, hacia el año 1100 a.C., hizo su aparición un nuevo adversario, mucho más peligroso que los anteriores: los filisteos. Bien organizados y muy superiores en el plano militar, gracias a sus temibles armas de hierro y a sus carros de combate, poco podían hacer contra ellos las desorganizadas tribus de Israel con sus rudimentarias espadas y lanzas de bronce.
Desde sus sólidos asentamientos costeros de Gaza, Asqalón, Ashdod, Ekrón y Gat, los filisteos se lanzaron a la conquista del interior del país, probablemente con el propósito de hacerse con el control de las rutas caravaneras que conectaban la península Arábiga con las costas fenicias a través de Damasco.
Hacia el año 1010 a.C., en la batalla de Gelboé, aniquilaron al ejército de Israel, establecieron guarniciones en los puntos clave del país y controlaron la actividad metalúrgica (y, por tanto, toda la capacidad de producción armamentista) en todo el territorio ocupado.

David, fundador del estado hebreo

La salvación vino de la mano del judío David. Las azarosas circunstancias de su vida parecían predestinarle para tan arriesgada empresa.
Soldado del rey Saúl desde su juventud, su resonante victoria sobre el gigante Goliat y la serie de brillantes éxitos militares a la cabeza de las tropas de Israel le valieron tal prestigio que despertó los celos del monarca. Perseguido a muerte, buscó la protección del rey de Gat, donde tuvo ocasión de conocer las tácticas y técnicas militares de los filisteos. Tras la muerte de Saúl, fue proclamado rey en Hebrón, en un primer momento sólo por los miembros de su propio pueblo, la tribu meridional de Judá, y más adelante por las demás tribus septentrionales. Su primera empresa fue expulsar a los filisteos del territorio israelita y someterlos a tributo. Más tarde, una serie de campañas militares contra los moabitas, arameos, edomitas y amonitas le permitieron establecer, por vez primera en la historia, un gran reino autóctono en el corredor siro-palestino bajo hegemonía hebrea.
Con gran sagacidad comprendió que aquella estructura política sería efímera si no conseguía la unificación de las tribus. Con este propósito, conquistó la fortaleza jebusea de Jerusalén, hasta entonces considerada inexpugnable, y estableció en ella la capital no sólo administrativa, sino también, y sobre todo, religiosa con el traslado del arca de la alianza donde moraba Yahvé, según la antigua tradición conservada celosamente desde la travesía del desierto.
David se ganaba de este modo el favor del estamento sacerdotal.
En la vertiente religiosa, David, "el cantor de salmos", fue el iniciador del culto a Dios en Jerusalén y el fundador de la dinastía en la que, avanzando un paso más en el terreno de la historia, la promesa de Dios a los patriarcas se confirmaba y concretaba en la persona de David y de su linaje.
Posteriormente, de hecho, en los momentos trágicos de la desaparición de Israel como entidad política independiente, durante las noches oscuras del exilio y del sometimiento a las potencias extranjeras, los profetas que mantenían viva la llama de la esperanza describirían la restauración de Israel bajo la figura de la reaparición de un nuevo David.
Y cuando los primeros judíos retornaron del exilio babilónico e iniciaron la construcción del nuevo templo y la creación de la nueva comunidad, lo hicieron bajo la guía de Zorobabel, descendiente de David.
A este mismo linaje pertenece, según los cristianos, el Mesías, Jesús.

Salomón

A la muerte de David (hacia 970 a.C.), ascendió al trono, en un clima de intrigas palaciegas, su hijo Salomón. Fue el suyo, casi hasta el final, un reino de paz en el interior y en las fronteras.
Explotó con gran habilidad todas las posibilidades económicas que le deparaba el control de las rutas mercantiles del corredor siro-palestino. Impulsó la minería y activó, en sociedad con los avezados marinos de Tiro, el comercio de ultramar. En este contexto debe situarse el episodio de la visita a Jerusalén de la reina de Saba que tantas leyendas habría de originar hasta nuestros días, en que ha sido llevada a la pantalla de las grandes superproducciones cinematográficas.
Bajo el reinado del Salomón histórico se desarrolló, asimismo, una gran actividad constructora, se fortificó el país y se modernizó el ejército con la dotación de caballería y carros de combate. Por otra parte, durante su reinado la literatura hebrea alcanzó su edad de oro, hasta el extremo de que se le atribuyera a él personalmente la redacción poética y amorosa del Cantar de los cantares.
La tradición bíblica ensalza sin medida su sabiduría legendaria:
"La sabiduría de Salomón superaba a la de todos los hijos de Oriente y a toda la sabiduria de Egipto. Superó en sabiduría a cualquier hombre" (1 Reyes 5,10-11).
Pero por encima de todas sus restantes empresas, Salomón es, en la historia sagrada, el constructor del Templo de Jerusalén y el organizador del culto a Yahvé.

Dinastía davídica

Con la elección de David, avanza un paso más la promesa de Dios a los patriarcas. La descendencia abrahámica se materializa ahora en este monarca y en su familia, a la que, en los primeros oráculos proféticos, se le promete la posesión del trono de Israel para siempre.
En esta elección se descubre una de las enseñanzas más persistentes de las creencias religiosas de Israel: para llevar a cabo sus planes, Dios elige a los débiles y rechaza a los poderosos. Los orígenes del linaje de David son humildes. Según el Libro de Rut -una de las creaciones más deliciosas de la literatura universal-, sus antepasados tuvieron que emigrar desde su lugar natal de Belén de Judá al extranjero para poder subsistir. La propia Rut se ganaba el sustento ejerciendo el derecho de los pobres de recoger las espigas que dejaban sueltas los segadores.

Supranacionalismo

La segunda lección es en cierto modo inesperada. Entre los ascendientes de la dinastía "eterna" de Israel figura una extranjera, "Rut la moabita". El libro señala taxativamente que de su matrimonio con Booz nació Jesé, el padre de David. Con esta enérgica pincelada supranacionalista se quiere señalar que la auténtica pertenencia al pueblo de Dios no depende de la ascendencia física, sino de la aceptación de la fe.

El cisma

Al producirse, tras la muerte de Salomón, hijo de David, la escisión de la monarquía en los reinos, con frecuencia enfrentados, de Israel en el norte y Judá en el sur, las promesas proféticas se concentran en la dinastía real de Jerusalén, capital de Judá. Sobre los monarcas del reino de Israel, cismáticos en lo político y lo religioso, la Biblia emite veredictos monocordemente negativos: "Hicieron el mal". Sin embargo, debe advertirse que la Biblia juzga la conducta de los reyes bajo el exclusivo prisma del monoteísmo o la idolatría. Así, por ejemplo, de Omrí, rey de Israel, afirma que "actuó peor que cuantos le precedieron", a pesar de los grandes éxitos alcanzados por este monarca tanto en su política interior -con la fundación de la espléndida capital de Samaria, sus grandes actividades de construcción de defensas, la reactivación de la economía y la reanudación de las actividades comerciales internacionales- como en la exterior. Cuando subió al trono (885 a.C.), Israel era una nación débil, desgarrada y a merced de sus adversarios. A su muerte, once años más tarde, se había convertido en una de las potencias más sólidas del espacio siriopalestino. Y, por el contrario, estos mismos autores vierten grandes alabanzas sobre el piadoso rey Josías, pasando por alto que fue su desacertada política internacional la causa directa de la destrucción de Jerusalén y del fin del reino independiente de Judá.
Es indudable que, hasta la catástrofe de la destrucción de Jerusalén, fueron muchos los judíos yahvistas que entendieron al pie de la letra la solemne promesa de Natán a David: "Consolidaré su trono para siempre... lo estableceré en mi casa y en mi reino para siempre y su trono estará firme eternamente". Incluso en el supuesto de que los descendientes de David se aparten de la recta senda, Dios los castigará, pero no apartará de ellos su amor. "Tu casa y tu reino permanecerán para siempre." El episodio más ilustrativo de esta interpretación lo ofrece, 150 años después de la muerte de David, Atalía, hija del rey de Israel, Ajab. Su matrimonio con Joram, rey de Judá, le permitió ejercer una influencia -nefasta, según la Biblia- sobre su hijo Ocozías. Asesinado éste por Jehú, rey de Israel, Atalía decidió apoderarse del trono. Para despejar el camino y desembarazarse de posibles competidores, se propuso exterminar a todo el linaje de David. Pero, según la Biblia, Dios desbarató su proyecto por un doble motivo: porque había difundido en Judá los cultos idolátricos y porque "como dijo Yahvé, ha de reinar uno de los hijos de David".
La espantosa suerte sufrida por el último representante de la dinastía, el rey Sedecías, ofrece un brutal contraste con esta brillante perspectiva de eterna permanencia en furor del linaje davídico. Tras una desesperada defensa de Jerusalén frente al asalto de las tropas babilónicas, quebrantada ya toda posibilidad de resistencia, decidió huir en secreto. Pero, hecho prisionero, degollaron en su presencia a sus hijos, le arrancaron los ojos y lo llevaron cautivo a Babilonia, cargado con una doble cadena de bronce. Todavía algunos años más tarde, la fe yahvista en el linaje eterno de David alimentó una tenue llama de esperanza en la figura de Zorobabel, descendiente de Yoyaquín, penúltimo rey de Judá, nombrado gobernador por la corte persa. Pero las esperanzas de restauración no se vieron cumplidas y el linaje de David, como dinastía reinante, desapareció en la noche de la historia.
Como ocurre a menudo en la visión religiosa de Israel, tras la catástrofe intrahistórica la promesa se mantiene viva en otro nivel superior, el mesiánico, esperado para el tiempo final del triunfo definitivo de Yahvé sobre todas las naciones de la Tierra.
En la religión cristiana, la promesa del reino eterno se cumple en Jesús, presentado en los Evangelios como descendiente de David.

No hay comentarios:

Publicar un comentario

Procura comentar con libertad y con respeto. Este blog es gratuito, no hacemos publicidad y está puesto totalmente a vuestra disposición. Pero pedimos todo el respeto del mundo a todo el mundo. Gracias.