jueves, 23 de julio de 2015

INICIOS DE LA COSMOLOGÍA Y LA COSMOGONÍA

¿Q es el Universo? ¿Tuvo principio y tendrá fin? ¿Dónde están las fronteras del Universo y qué hay más allá de ellas? Estas preguntas, que se ramifican interminablemente, aparentemente se escapan de todo conocimiento y son inaccesibles a la razón; y, sin embargo, los hombres trataron de responderlas desde que empezaron a razonar: así lo atestiguan los mitos y leyendas sobre el origen del mundo que todos los pueblos primitivos elaboraron. En nuestra época de descubrimientos espectaculares, hemos aceptado la idea de que la Tierra es sólo un punto perdido en la inmensidad del Universo; pero las verdaderas dimensiones cósmicas se descubrieron hace sólo medio siglo, apenas ayer en comparación con la historia humana. Para muchos pueblos de la Antigüedad, la Tierra no se extendía mucho más allá de las regiones en que habitaban, y el cielo, con sus astros, parecía encontrarse apenas encima de las nubes. Tampoco tenían algún indicio de la edad del mundo y sólo podían afirmar que se formó algunos cientos, quizás miles de años atrás, en épocas de las que ya no guardaban memoria.
Desde el concepto de la Tierra, creada para morada del hombre, a la visión moderna del Universo, escenario de fenómenos de magnitudes inconcebibles, la cosmología tuvo que recorrer un largo y accidentado camino, para adquirir, finalmente, el carácter de ciencia. La cosmología moderna, estudio de las propiedades físicas del Universo, nació de la revolución científica del siglo XX.
COSMOGONÍAS Y COSMOLOGÍAS DE LA ANTIGÜEDAD
El mito babilónico de la creación es el más antiguo que ha llegado a nuestros días. ElEnuma elis (Cuando arriba), escrito quince siglos antes de la era cristiana, relata el nacimiento del mundo a partir de un caos primordial. En el principio, cuenta el mito, estaban mezcladas el agua del mar, el agua de los ríos y la niebla, cada una personificada por tres dioses: la madre Ti'amat, el padre Apsu y el sirviente (¿?) Mummu. El agua del mar y el agua de los ríos engendraron a Lahmu y Lahamu, dioses que representaban el sedimento, y éstos engendraron a Anshar y Kishar, los dos horizontes —entendidos como el límite del cielo y el límite de la Tierra—. En aquellos tiempos, el cielo y la Tierra estaban unidos; según la versión más antigua del mito, el dios de los vientos separó el cielo de la Tierra; en la versión más elaborada, esa hazaña le correspondió a Marduk, dios principal de los babilonios. Marduk se enfrentó a Ti'amat, diosa del mar, la mató, cortó su cuerpo en dos y, separando las dos partes, construyó el cielo y la Tierra. Posteriormente, creó el Sol, la Luna y las estrellas, que colocó en el cielo.
Así, para los babilonios, el mundo era una especie de bolsa llena de aire, cuyo piso era la Tierra y el techo la bóveda celeste. Arriba y abajo se encontraban las aguas primordiales, que a veces se filtraban, produciendo la lluvia y los ríos.
Como todos los mitos, la cosmogonía babilonia estaba basada en fenómenos naturales que fueron extrapolados a dimensiones fabulosas: Mesopotamia se encuentra entre los ríos Tigris y Éufrates, que desembocan en el Golfo Pérsico; allí depositan su sedimento, de modo tal que la tierra gana lentamente espacio al mar. Seguramente fue ese hecho el que sugirió a los babilonios la creación de la tierra firme a partir de las aguas primordiales.
La influencia del mito babilónico se puede apreciar en la cosmogonía egipcia. Para los egipcios, Atum, el dios Sol, engendró a Chu y Tefnut, el aire y la humedad, y éstos engendraron a Nut y Geb, el cielo y la Tierra, quienes a su vez engendraron los demás dioses del panteón egipcio. En el principio, el cielo y la Tierra estaban unidos, pero Chu, el aire, los separó, formando así el mundo habitable (Figura 1).


Figura 1. Chu, dios del aire, levanta el cuerpo estrellado de la diosa del cielo Nut, separándola de su esposo Geb, dios de la Tierra (Museo Nacional de Antigüedades, Leyden, Holanda). 


Para los egipcios, el Universo era una caja, alargada de norte a sur tal como su país; alrededor de la Tierra fluía el río Ur-Nes, uno de cuyos brazos era el Nilo, que nacía en el sur. Durante el día, el Sol recorría el cielo de oriente a poniente y, durante la noche, rodeaba la Tierra por el norte en un barco que navegaba por el río Ur-Nes, escondida su luz de los humanos detrás de las altas montañas del valle Dait.
Trazas del mito babilónico también se encuentran en el Génesis hebreo. Según el texto bíblico, el espíritu de Dios se movía sobre la faz de las aguas en el primer día de la creación; pero la palabra original que se traduce comúnmente como espíritu es ruaj, que en hebreo significa literalmente viento. Para entender el significado del texto, hay que recordar que, antiguamente, el aire o el soplo tenían la connotación de ánima o espíritu (verbigracia el "soplo divino" infundido a Adán1). En el segundo día, prosigue el texto, Dios puso el firmamento2 entre las aguas superiores y las inferiores; esta vez, la palabra original es rakía, un vocablo arcaico que suele traducirse como firmamento, pero que tiene la misma raíz que la palabra vacío. En el tercer día, Dios separó la tierra firme de las aguas que quedaron abajo[...] Estos pasajes oscuros del Génesis se aclaran si recordamos el mito babilónico: Marduk —el viento, en la versión más antigua— separa las aguas (el cuerpo de Ti'amat) para formar el mundo, y la tierra firme surge como sedimento de las aguas primordiales.
En el Veda de los antiguos hindúes se encuentran varias versiones de la creación del mundo. La idea común en ellas es que el Universo nació de un estado primordial indefinible; después de pasar por varias etapas, habrá de morir cuando el tiempo llegue a su fin; entonces se iniciará un nuevo ciclo de creación, evolución y destrucción, y así sucesivamente. Según el Rig Veda, en el principio había el no-ser, del que surgió el ser al tomar conciencia de sí mismo: el demiurgo Prajapati, creador del cielo y la Tierra, el que separó la luz de las tinieblas y creó el primer hombre. En otro mito, el dios Visnu flotaba sobre las aguas primordiales, montado sobre la serpiente sin fin Ananta; de su ombligo brotó una flor de loto, del que nació Brahma para forjar el mundo.
Según los mitos hindúes el Universo era una superposición de tres mundos: el cielo, el aire y la Tierra. La Tierra era plana y circular, y en su centro se encontraba el mítico monte Sumeru (probablemente identificado con el Himalaya), al sur del cual estaba la India, en un continente circular rodeado por el océano. El cielo tenía siete niveles y el séptimo era la morada de Brahma; otros siete niveles tenía el infierno, debajo de la Tierra.
A raíz de la conquista de la India por Alejandro Magno en el siglo IV a.C., las ideas cosmológicas de los hindúes fueron modificadas sustancialmente. Así, en los libros llamados Siddharta, se afirma que la Tierra es esférica y no está sostenida en el espacio, y que el Sol y los planetas giran alrededor de ella. Como dato curioso, se menciona a un tal Aryabhata, quien en el siglo V d.C., sostuvo que las estrellas se encuentran fijas y la Tierra gira; desgraciadamente, el texto no da más detalles que los necesarios para refutar tan extraña teoría.
La concepción del Universo en la China antigua se encuentra expuesta en el Chou pi suan ching, un tratado escrito alrededor del siglo IV a.C. Según la teoría del Kai t'ien (que significa: el cielo como cubierta), el cielo y la Tierra son planos y se encuentran separados por una distancia de 80 000 li —un li equivale aproximadamente a medio kilómetro—. El Sol, cuyo diámetro es de 1 250 li, se mueve circularmente en el plano del cielo; cuando se encuentra encima de China es de día, y cuando se aleja se hace noche. Posteriormente, se tuvo que modificar el modelo para explicar el paso del Sol por el horizonte; según la nueva versión del Kai t'ien, el cielo y la Tierra son semiesferas concéntricas, siendo el radio de la semiesfera terrestre de 60 000 Ii. El texto no explica cómo se obtuvieron las distancias mencionadas; al parecer, el modelo fue diseñado principalmente para calcular, con un poco de geometría, la latitud de un lugar a partir de la posición del Sol.
El Kai t'ien era demasiado complicado para cálculos prácticos y cayó en desuso con el paso del tiempo. Alrededor del siglo II d.C., se empezó a utilizar la esfera armilar como un modelo mecánico de la Tierra y el cielo. Al mismo tiempo surgió una nueva concepción del Universo: la teoría del hun t'ien (cielo envolvente), según la cual: "... el cielo es como un huevo de gallina, tan redondo como una bala de ballesta; la Tierra es como la yema del huevo, se encuentra sola en el centro. El cielo es grande y la Tierra pequeña."
Además, se asignó el valor de 1 071 000 li a la circunferencia de la esfera celeste, pero el texto no explica cómo fue medida.
Posteriormente, las teorías cosmogónicas en China girarán alrededor de la idea de que el Universo estaba formado por dos sustancias: el yang y el yin, asociados al movimiento y al reposo, respectivamente. De acuerdo con la escuela neoconfucionista, representada principalmente por Chu Hsi en el siglo XII, el yang y el yin se encontraban mezclados antes de que se formara el mundo, pero fueron separados por la rotación del Universo. Elyang móvil fue arrojado a la periferia y formó el cielo, mientras que el yin inerte se quedó en el centro y formó la Tierra; los elementos intermedios, como los seres vivos y los planetas, guardaron proporciones variables de yang y yin.
Mencionemos también la cultura maya, que floreció en Mesoamérica, principalmente entre los siglos IV y IX de nuestra era. De lo poco que se ha podido descifrar de sus jeroglíficos, sabemos que los mayas habían realizado observaciones astronómicas de una precisión que apenas se ha podido igualar en nuestro siglo. Los mayas usaban un sistema vigesimal con cero, con el cual realizaban complicados cálculos astronómicos; su calendario era más preciso que el gregoriano usado en la actualidad, y habían medido la precesión del eje de rotación terrestre con un error de sólo 54 días en 25 720 años.
En contraste con el excelencia de sus observaciones, las concepciones cosmológicas de los mayas eran bastante primitivas —por lo menos hasta donde se ha averiguado—. Creían que la Tierra era rectangular y que el Sol giraba alrededor de ella. El día del solsticio, el Sol salía de una de las esquinas de la Tierra y se metía por la opuesta; luego, cada día, la órbita del Sol se recorría hasta que, en el siguiente solsticio —seis meses después—, el Sol salía y se metía por las otras dos esquinas terrestres. Los mayas tenían especial cuidado de construir sus templos según la orientación de los lados de la Tierra.
Al igual que otros pueblos, los mayas creían en la existencia de siete cielos,3 planos y superpuestos, y de otros tantos niveles subterráneos, donde residían dioses y demonios, respectivamente. El mundo había sido creado por Hun ab ku (literalmente: uno-existir-dios) a partir de aguas primordiales inicialmente en completo reposo. Antes del mundo actual, habían existido otros mundos que acabaron en respectivos diluvios.
COSMOLOGÍA Y COSMOGONÍA DE GRECIA Y LA EDAD MEDIA
Por razones históricas que no pretendemos analizar aquí, la cultura griega se distingue de otras culturas antiguas por haber servido de semilla a la llamada "civilización occidental"; por esta razón la consideramos con un poco más de detalle, aprovechando el conocimiento relativamente más amplio que se tiene de ella.
A algunos pensadores griegos se deben los primeros intentos, aún muy limitados, de concebir al mundo como el resultado de procesos naturales y no como una obra incomprensible de los dioses. Tal es el caso de los filósofos de la escuela jónica, que floreció alrededor del siglo VI a.C. y según la cual el Universo se encontraba inicialmente en un estado de Unidad Primordial, en el que todo estaba mezclado; de esa Unidad surgieron pares de opuestos —caliente y frío, mojado y seco, etc.— cuyas interacciones entre sí produjeron los cuerpos celestes, por un lado, y la Tierra, con sus plantas y animales, por otro.
Los filósofos jónicos concebían a la Tierra como un disco plano que flotaba en el centro de la esfera celeste. Pero, ya en el siglo V a.C., los griegos se habían dado cuenta, a través de varios indicios, de que la Tierra es redonda. Hasta donde sabemos, el primero en afirmarlo fue el legendario Pitágoras; seguramente llegó a esa conclusión a partir de hechos observados, pero los argumentos que manejó fueron de índole metafísica: la Tierra tenía que ser esférica porque, supuestamente, la esfera es el cuerpo geométrico más perfecto.
Por lo que respecta al movimiento de las estrellas, lo más evidente era que el cielo, y sus astros, giraban alrededor de la Tierra. Sin embargo, Filolao, un discípulo de Pitágoras, propuso un curioso sistema cósmico según el cual el día y la noche eran producidos por la rotación de la Tierra alrededor de un centro cósmico; a pesar de ser erróneo, este sistema tuvo el mérito de asignarle cierto movimiento a la Tierra y dejar de considerarla como un cuerpo fijo en el espacio. Se sabe también que los filósofos de la escuela pitagórica Ecfanto y Heráclides de Ponto propusieron que es la Tierra la que gira alrededor de su eje en un día y no las estrellas, aunque todavía creían que el recorrido anual del Sol por la eclíptica se debía a que giraba alrededor de la Tierra en un año.
Al parecer, el primer hombre en la historia que propuso el sistema heliocéntrico —según el cual la Tierra gira alrededor del Sol en un año y sobre su propio eje en un día— fue Aristarco de Samos, quien vivió en Alejandría en el siglo III a.C. Desgraciadamente, no se conserva ningún documento escrito originalmente por Aristarco y todo lo que se conoce de él es por referencias en escritos de otros filósofos. No sabemos en qué se basó para elaborar una teoría que se anticipó a la de Copérnico en más de diecisiete siglos.
No todos los filósofos griegos aceptaban que la Tierra, aparentemente tan firme y sólida, pudiera poseer algún movimiento propio. De hecho, los dos más importantes, Platón y Aristóteles, sostuvieron lo contrario, y fueron ellos quienes más influyeron en los siglos siguientes.
Platón (427-347 a.C.) describe su visión de la creación cósmica en el diálogo de Timeo. Por supuesto, el relato tiene un alto valor poético pero carece de cualquier fundamento físico (lo cual no tenía importancia para Pláton, pues creía en la primacía de las Ideas) Así, Platón narra, por boca de Timeo, cómo el Demiurgo creó el mundo a partir de cuatro elementos —aire, agua, fuego y tierra— y puso en él a los seres vivos: los dioses que moran en el cielo, los pájaros que viven en el aire, los animales que habitan en la tierra y en el agua. El Universo así creado debía ser esférico y los astros moverse circularmente, porque la esfera es el cuerpo más perfecto y perfecto es el movimiento circular.
Aristóteles (384-322 a.C.) desarrolló un sistema del mundo mucho más elaborado que el de su maestro Platón. Declaró explícitamente que la Tierra es esférica y que se encuentra inmóvil en el centro del Universo, siendo el cielo, con todos sus astros, el que gira alrededor de ella. Más aún, postuló una diferencia fundamental entre los cuerpos terrestres y los celestes. Según Aristóteles, los cuerpos terrestres estaban formados por los cuatro elementos fundamentales y éstos poseían movimientos naturales propios: la tierra y el agua hacia el centro de la Tierra, el aire y el fuego en sentido contrario. En cuanto a los cuerpos celestes, estaban formados por una quinta sustancia,4 incorruptible e inmutable, cuyo movimiento natural era el circular. Aristóteles asignó al Sol, a la Luna y a los planetas respectivas esferas rotantes sobre las que estaban afianzadas. Las estrellas, a su vez, se encontraban fijas sobre una esfera que giraba alrededor de la Tierra y correspondía a la frontera del Universo. Pero, ¿qué había más allá de la esfera estelar? Aquí, Aristóteles tuvo que recurrir a varios malabarismos filosóficos para explicar que, más allá, nada existía, pero que esa nada no equivalía a un vacío en extensión; todo para decir que el Universo "realmente" se terminaba en la esfera celeste.
Todo habría funcionado muy bien en el sistema de esferas ideales de Aristóteles si no fuese porque los planetas, esos astros errantes, vagaban por el cielo ajenos a la perfección del movimiento circular. En general, recorrían la bóveda celeste de oriente a poniente, pero a veces se detenían y regresaban sobre sus pasos, para volver a seguir su camino en una forma que desafiaba toda explicación simple (Figura 2).



Figura 2. Movimiento característico de un planeta en la bóveda celeste. 

Aristóteles adoptó el sistema de su contemporáneo Eudoxio, que explicaba razonablemente bien el movimiento de los planetas. Este modelo consistía de un conjunto de esferas concéntricas, cuyo centro común era la Tierra, y que giraban unas sobre otras alrededor de ejes que se encontraban a diversos ángulos. Suponiendo que los planetas se encuentran fijos en algunas de esas esferas, se lograba reconstruir sus movimientos con cierta precisión; aunque el sistema necesitaba no menos de 55 esferas concéntricas para reproducir el movimiento de los planetas.
Aristóteles también supuso que la esfera correspondiente a la Luna señalaba el límite del mundo material —el terrestre—, y que más allá de la esfera lunar el Universo dejaba de regirse por las leyes de la naturaleza mundana. No sabemos si Aristóteles tomaba en serio sus propias teorías cosmológicas, pero seguramente se habría sorprendido de que éstas se volvieran artículos de fe quince siglos después de su muerte.
Los astrónomos griegos fueron los primeros en tratar de medir con métodos prácticos las dimensiones del mundo en que vivían, sin basarse en especulaciones o mitos. Así, por ejemplo, el mismo Aristarco de Samos que sostuvo la doctrina heliocéntrica, intentó determinar la distancia entre la Tierra y el Sol. Para ello, midió la posición de la Luna en el momento exacto en que la fase lunar se encontraba a la mitad (Figura 3), lo cual permitía, con un poco de geometría, encontrar la relación entre los radios de la órbita lunar y la terrestre. Desgraciadamente, si bien el método es correcto, la medición es irrealizable en la práctica con la precisión necesaria. Aristarco calculó que la distancia de la Tierra al Sol es de unas veinte veces el radio de la órbita lunar, cuando el valor correcto es casi 400. Curiosamente, esta razón de 20 a 1 habría de subsistir hasta tiempos de Copérnico, y aún después.

Figura 3. Método de Aristarco para medir la razón de las distancias Tierra-Luna a Tierra-Sol. Esta razón es proporcional al ángulo a.


Eratóstenes, quien vivió en Alejandría en el siglo II a.C., logró medir con éxito el radio de la circunferencia terrestre. Notó que en el día del solsticio las sombras caían verticalmente en Siena, mientras que en Alejandría —más al norte—, formaban un ángulo con la vertical que nunca llegaba a ser nulo (Figura 4). Midiendo el ángulo mínimo y la distancia entre Alejandría y Siena, Eratóstenes encontró que la Tierra tenía una circunferencia de 252 000 estadios, o en unidades modernas y tomando el valor más problable del estadio: 39 690 kilómetros, ¡apenas 400 kilómetros menos del valor correcto! Aunque hay que reconocer que Eratóstenes tuvo algo de suerte, pues su método era demasiado rudimentario para obtener un resultado tan preciso.



Figura 4. Conociendo al ángulo a y la distancia de Siena, la actual Assuán, a Alejandría, Eratóstenes midió el radio terrestre.

En el siglo II a.C., Hiparco, el más grande astrónomo de la Antigüedad, ideó un ingenioso método para encontrar las distancias de la Tierra a la Luna y al Sol. Hiparco midió el tiempo que tarda la Luna en atravesar la sombra de la Tierra durante un eclipse lunar y, a partir de cálculos geométricos, dedujo que la distancia Tierra-Luna era de unos 60 5/6 radios terrestres: ¡excelente resultado si se compara con el valor real, que es de 60.3 radios terrestres! También intentó Hiparco medir la distancia al Sol, pero sus métodos no eran suficientemente precisos, por lo que obtuvo una distancia de 2 103 radios terrestres, un poco más de lo que encontró Aristarco pero todavía menos de una décima parte de la distancia real.
En resumen, podemos afirmar que, ya en el siglo II a.C., los griegos tenían una excelente idea de los tamaños de la Tierra y la Luna y de la distancia que los separa, pero situaban al Sol mucho más cerca de lo que se encuentra.
El último astrónomo griego de la Antigüedad fue Tolomeo —vivió en Alejandría en el sigloII a.C.— y sus ideas influyeron notablemente en la Europa de la Edad Media. Tolomeo aceptó la idea de que la Tierra es el centro del Universo y que los cuerpos celestes giran alrededor de ella; pero las esferas de Eudoxio eran demasiado complicadas para hacer cualquier cálculo práctico, así que propuso un sistema diferente, según el cual los planetas se movían sobre epiciclos: círculos girando alrededor de círculos (Figura 5). Tolomeo describió sus métodos para calcular la posición de los cuerpos celestes en su famoso libro Sintaxis o Almagesto. Es un hecho curioso que nunca mencionó en ese libro si creía en la realidad física de los epiciclos o los consideraba sólo construcciones matemáticas; es probable que haya soslayado este problema por no tener una respuesta convincente. Mencionemos también, como dato interesante, que Tolomeo citó las mediciones que hizo Hiparco de las distancias a la Luna y al Sol, pero él mismo las "corrigió" para dar los valores más pequeños —y menos correctos— de 59 y 1 210 radios terrestres, respectivamente.


Figura 5. Epiciclos de Tolomeo para explicar el movimiento aparente de un planeta.


No podemos dejar de mencionar al filósofo romano Lucrecio, del siglo I a.C., y su famosa obra De Rerum Natura, en la que encontramos una concepción del Universo muy cercana a la moderna, en algunos sentidos, y extrañamente retrógrada, en otros. Según Lucrecio, la materia estaba constituida de átomos imperecederos. Éstos se encuentran eternamente en movimiento, se unen y se separan constantemente, formando y deshaciendo tierras y soles, en una sucesión sin fin. Nuestro mundo es sólo uno entre un infinito de mundos coexistentes; la Tierra fue creada por la unión casual de innumerables átomos y no está lejano su fin, cuando los átomos que la forman se disgreguen. Mas Lucrecio no podía aceptar que la Tierra fuera redonda; de ser así, afirmaba, toda la materia del Universo tendería a acumularse en nuestro planeta por su atracción gravitacional. En realidad, cuando Lucrecio hablaba de un número infinito de mundos se refería a sistemas semejantes al que creía era el nuestro: una tierra plana contenida en una esfera celeste. Pero indudablemente, a pesar de sus desaciertos, la visión cósmica de Lucrecio no deja de ser curiosamente profética.
La cultura griega siguió floreciendo mientras Grecia fue parte del Imperio romano. Pero en el siglo IV de nuestra era, este vasto Imperio se desmoronó bajo las invasiones de los pueblos germánicos y asiáticos. Por esa misma época, Roma adoptó el cristianismo; y los cristianos, que habían sido perseguidos cruelmente por los romanos paganos, repudiaron todo lo que tuviera que ver con la cultura de sus antiguos opresores. Toda la "filosofía pagana" —es decir: la grecorromana— fue liquidada y sustituida por una nueva visión del mundo, basada íntegramente en la religión cristiana. El mundo sólo podía estudiarse a través de la Biblia, interpretada literalmente, y lo que no estuviera en la Biblia no era de la incumbencia humana. Así, la Tierra volvió a ser plana, y los epiciclos fueron sustituidos por ángeles que movían a los planetas según los designios inescrutables de Dios.
Afortunadamente, los árabes en esa época sí apreciaban la cultura griega: conservaron y tradujeron los escritos de los filósofos griegos mientras los cristianos los quemaban. Así, la cultura griega pudo volver a penetrar en Europa, a través de los árabes, cuando la furia antipagana había amainado. En el siglo XIII, Tomás de Aquino redescubrió a Aristóteles y lo reivindicó, aceptando íntegramente su sistema del mundo. Y así, ya "bautizada" por Santo Tomás, la doctrina aristotélica se volvió dogma de fe y posición oficial de la Iglesia: ya no se estudiaba al mundo a través de la Biblia, únicamente, sino también por medio de Aristóteles. Y por lo que respecta a la astronomía, la última palabra volvió a ser elAlmagesto de Tolomeo —preservado gracias a una traducción árabe.
NOTAS
1También en griego se usa una sola palabra, pneuma, para el aire y el ánima.
2 En la traducción de Casiodoro de Reyna se usa la palabra expansión, que parece ser más adecuada.
3 El concepto de los siete cielos, común a culturas muy diversas, tiene una explicación simple: son siete los cuerpos celestes: el Sol, la Luna y los cinco planetas visibles.
4 La famosa quintaesencia que, según los filósofos medievales, permeaba a los cuerpos terrestres y formaba sus ánimas.

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